La chica eslava

    «Eso, eso, ahí… un poco más a la derecha… mmm… de acuerdo, sonrían, 1, 2, 3… FLASH» Qué foto tan estupenda, ya lo verán, soberbia. Ahora sigan divirtiéndose, ooh, por supuesto que me han presentado a su prometida, les doy la enhorabuena, ahora discúlpenme hasta dentro de dos o tres vasitos de licor… a propósito, señorita Deschamps, me gustaría hablar con usted en privado un segundito, si no es molestia. Verá, esto me resulta embarazoso, pero en rara ocasión me ha fallado la intuición, así que allá voy. Mire, en primer lugar le diré, si me lo permite, que está usted radiante esta noche, ¿sabe? ninguno de los caballeros aquí presentes le quita a usted el ojo. También, antes de que huya usted despavorida, deseo poner en su conocimiento que tengo muchos amigos, y en varias ocasiones la han visto a usted frecuentando boites y locales de alterne de clientela mezquina y entregada a todo tipo de vicios innombrables por un caballero con altos valores morales como yo. Pero no se apure, venga, venga conmigo a la terraza, no pretendo ponerla en evidencia ni airear sus trapos sucios, no todos los reporteros somos tan innobles, tomaremos el aire y beberemos champán, únicamente necesito una pequeña información…
    Bien, pues la cuestión es que hace pocas fechas conocí a una muchacha bellísima en un espectáculo de variedades. Ella estaba entre el público, por supuesto, no soy yo de esos que se fijan en las libertinas cabareteras que se ganan la vida en estos establecimientos. Esta muchacha… tirabuzones dorados, una sonrisa perfecta. Los senos firmes y la piel luminosa, los párpados eran pétalos, todo en ella era hermoso y delicado, pero me extrañó mucho el hecho de que se sentara sola en la mesa. De modo que, puesto que también yo había acudido al espectáculo sin hacerme acompañar por nadie, decidí tomar contacto con ella. Entiéndase un contacto puramente amistoso, desde luego. Ah, de haberla visto usted, ahora entendería cuánto estoy sufriendo, y cuánto su imagen ha bailado por entre las columnas de mi desvencijado apartamento esta semana.
    Me acerqué adonde ella estaba sentada y le ofrecí una copa de vino. Me miró de arriba a abajo con los ojos abiertos como platos, como mira una niña a un muerto, curiosa y asustada. Le juro que en ese instante la sangre se me paró. Al poco esbozó una sonrisa y apartó la mirada hacia la mesa, gesto que yo interpreté como una aceptación. De modo que hice traer el vino y tomé asiento. Bebimos, nos miramos, sonreímos, disfrutamos de soslayo del espectáculo durante unos minutos, y ninguno abrió la boca para decir una sola palabra. Esas manos, esa forma tan… tan de belleza pictórica de sostener la copa de vino, cada gesto de ella contenía el equivalente en palabras a cinco pliegos manuscritos. Atropelladas en mi mente estaban mis emociones contenidas, un río turbio de ideas danzarinas y pensamientos en zig-zag. La feminidad exacerbada, ya ve usted, produce en mí este curioso efecto.
    Seguíamos mudos. En esta situación debimos estar no más de dos o tres minutos que obviamente fueron horas para mí. Finalmente, justo cuando percibió que estaba a punto de comenzar lo que ella debió interpretar como mi arenga de cortejo, me puso el dedo índice sobre los labios para hacerme callar. Por aquel entonces su sonrisa iluminaba ya todo el local, y emitía un zumbido que acallaba la algarabía del escenario. Era grotesco ver a las vedettes moverse a cámara lenta, muy lenta, más lenta… y fue entonces cuando finalmente oí su voz. Hablaba en una lengua eslava, no sabría identificarla. Una voz dulce pero firme, si señor. Una voz dulce que me hablaba primero y me susurraba al oído después. Alargó la mano hasta su bolso y sacó una especie de tarjeta de visita arrugada donde únicamente estaba escrita una dirección. En ese momento se excusó con un gesto muy gracioso, se levantó y desapareció en la penumbra del local. Mejor dicho, se evaporó, porque ya no volví a verla esa noche.
    Al día siguiente fui a esa dirección, y en el apartamento encontré a una tal Madame Cretù y a sus tres conejitas. Ni rastro de la muchacha. ¿Me ayudará? He podido saber que usted trabajó con Madame Cretù y mi sueldo de reportero no alcanza para sacarle una palabra de la boca a esta vieja bruja, así que jamás me dirá nada sobre la chica eslava. Ha pasado una semana desde que la conocí, y desde entonces me duele vivir, ¿lo comprende? Ayúdeme, señorita Deschamps.

    Aaah, la mujer, el eterno femenino: un valor puramente imaginario en el que sólo cree el hombre. Esta frase, claro, no la escribí yo.

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