Réquiem por once gigabytes y medio

    Siempre fiel al principio de ofrecer la menor cantidad de información relevante posibe, más aún si cabe con la que está cayendo estos días entre pre-guerras y desastres aeroespaciales, esta insignificante web presenta hoy el estremecedor testimonio de una persona que ya sea por verguenza o bien para evitar ser relacionado con prácticas laborales ilícitas, prefiere permanecer en el anonimato. Este sujeto ha sufrido hoy en sus carnes una experiencia desgarradora.
    Os pongo en antecedentes. Es costumbre de los internautas intercambiarse datos de toda naturaleza. Sin escrúpulos, sin incurrir en disquisiciones legales; no es cuestión de ponerse tiquis-miquis por un quítame allá este copyright. Las herramientas de intercambio de archivos han transformado los hábitos de muchos navegantes. Ahora la red ya no se utiliza para consultar catálogos de lencería en línea, enviarle correo electrónico a esa chica del campamento por la que te hubieras comido la galleta del juego de la galleta, o infiltrarse en los sistemas del Banco Simeón y desviar unos suculentos fondos a una cuenta vivienda. Ahora lo que se lleva es el «bajar por bajar», entendiendo este vago concepto como la necesidad ansioso-obsesiva de mantener ocupada la línea descendente de datos durante la mayor cantidad de tiempo posible. Esto es, los archivos intercambiados ya no son un fin en sí mismos, sino el hecho de descargárselos de la red. Curioso.

requiem

    Pero vamos al caso que nos ocupa. Este individuo del que os hablaba al principio disfrutaba en su puesto de trabajo de una conexión a internet francamente envidiable, un ancho de banda de primera. ¿Cómo iba él a desaprovechar esta magnífica ocasión de descargar toneladas de kilobytes potencialmente inútiles por la cara? Dicho y hecho. Pero hete aquí que al final sí que existen oscuros personajes en las empresas que se dedican a examinar nimedades del calibre de «en qué se consumen los recursos de la red». Alguien en la oficina tenía un icono extraño, una especie de burro en la barra de tareas y había llegado el momento de hacer justicia. La orden llegó de arriba, previa presentación del estulto informe de la situación.
    Ya termino. El administrador de la red, otrora becario zalamero, acudió presto a capar los puertos que utiliza tan ávida aplicación para funcionar; al menos sólo se condenaba al derroche, y no al derrochador. «No hay favores para nadie», se dijo satisfecho. Los archivos con fragmentos aún pendientes de descargar se detuvieron, y ya no se completarán nunca.
    Este es mi sentido y sincero homenaje a esos once gigabytes y medio que jamás terminaron de descargarse, a esa pequeña Biblioteca de Alejandría que se consumió en su propia incompletud en un disco duro, en el centro de Madrid.
    Amén.

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