Thomas Lafayette y el círculo de cartón

    – Una cerveza, por favor.
    – Enseguida.
    – Ah… y póngame, por favor, un platillo con esas aceitunas picantes de ahí. Son picantes, ¿no?.
    – Son aceitunas picantes, señor.
    Esta era la típica situación en la que el señor Lafayette gustaba de encenderse un señor puro. De costumbres arraigadas, Thomas Lafayette no faltaba nunca a su cita del veintiuno de febrero. Siempre en el mismo bar y a la misma hora, a modo de ritual, se tomaba una cerveza y un platillo de esas aceitunas picantes que cada año, todo sea dicho, eran más raquíticas. La mujer rubia de la mesa del fondo, alcohólica redomada, se limaba las uñas encima de su ración de calamares. El hombre gordo de la máquina tragaperras se lamentaba de su poca fortuna mientras se dirigía a la barra a cambiar un billete de 20 euros para seguir jugando. La sobrina del propietario coqueteaba con Sebastián, treinta y siete años mayor que ella. Alberto Faro, de profesión practicante, decía palabrotas cada vez que televisaban ruedas de prensa y corridas de toros. Cayetano Ybarra servía las mesas con una diligencia propia de un superhombre: dos bandejas en cada brazo, y cuatro consumiciones en cada bandeja. A estas horas, todos los trabajadores del bufete del segundo piso tomaban su desayuno y hablaban en términos poco accesibles. El cuerpecito de Melanie la alemana, delgadísima, se instalaba en las fantasías de Don Tomás, el electricista. La sonrisa de la muchacha mientras leía la prensa del corazón hacía pensar al hombrón que quizás debería ponerse a dieta para llegar a ser digno de ella. Tancredi y Angélica se miraban a los ojos y compartían un café con leche, ajenos al espectacular bullicio del bar esa mañana. Habían colocado un círculo de cartón encima de la mesa. De este modo él le hacía saber a ella cuánto la amaba.
    El señor Lafayette, que en otros tiempos se había ganado la vida como diseñador de rótulos de neón, se levantó de su taburete al oir la alegre cantinela de la máquina tragaperras y miró al hombre gordo. El hombre gordo recogió su botín e invitó a todos los presentes a tomarse una copita de licor. Cayetano Ybarra y la mujer alcohólica brindaron por la suerte del hombre gordo, y justo en el momento en que sus vasos se tocaban, Angélica besó a Tancredi en la mejilla.
    Los trabajadores del bufete ficharon cuatro minutos tarde.

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