Pigmalión

Hola Foro.
Todos deberíamos conocer nuestros defectos, nuestros Polifemos, deformes bichos que estorban la función bufa de lo real, que habitan en las almohadas o en las lágrimas que se tragan. Sacarlos de las tumbas donde los enterramos. Observarlos detenidamente… y abrazarte, Polifemo, porque te quiero, porque eres mío tanto como mis virtudes ruidosas, y porque voy a acabar contigo antes de que otro lo haga por mi.
No se escribir más que diarios. Y es algo que me jode, pues envidio a quien sabe decir las palabras que no dicen lo que significan, y cuentos de inventados personajes que una vez andando por la calle menor encontraron un solar cubierto de hiedras… Sólo se escribir personalizando el asunto. Sería un falso si usara una tercera persona para contar un hueco que yo he sentido o vivido. No se generalizar ni ser dogmático. A mí me pasan cosas que cuento pero no se contar las cosas que pasan.
Un buen poeta debe ser un buen mentiroso; que sepa engañar a la realidad y sacarle los colores. Que nos engañe y engatuse. Y yo no lo soy. La serpiente es nuestra imaginación de niño, y el mentiroso es un faquir que toca la flauta desde arriba. Yo sólo escribo para aclarar aguas turbias, para asesinar a mis fantasmas.
Que sirva esta disculpa para contaros otra torpeza propia. Voy a contar un defecto y el motivo de su nacimiento.


El sábado cenando unas cervezas con mis tres amigos llegó un momento acostumbrado para todo concilio de tíos, donde hablamos de ellas, del sexo, del donde y por donde, y de aquella sequía de uno y el verde fluvial de otros.
Uno de ellos, el de mejor memoria, me recordó que dentro de un mes cumpliré dos años sin sexo y más de seis sin bueno. Resulta curioso cómo un comentario sin intención, como una piedra en un estanque, provoca marejadas en orillas lejanas.
Solo pude balbucear culebras a las culebras, es por ellas, por su culpa, por feas y malas. Me sentí triste el dedo absurdo que señalaba faldas y pechos de tormenta que nunca escampa. Me dieron sabios consejos del tipo «haz lo que temes, y el temor desaparecerá» o «follla y luego piensa» «folla, fóllate a quien no te guste». Se descojonaron cuando dije que puedo vivir sin sexo, que no lo necesito para ser hombre. No me entendieron, probablemente porque yo tampoco lo hago.
Pero ya seguía intentando comprender esa velocidad del tiempo que convierte tres gestos humillantes en una derrota de años. Asaltó la duda, el no encontrar más respuesta que golpearme dentro y sentir que lo sentía, que lo llevo dentro, arañado y roído, el miedo al miedo. Es uno de los peores alborotos que puedo sentir. El no encontrar la respuesta y la razón de ser de algo, en especial, si ese algo, de arriba o abajo, dice lo que yo valgo. La aliteración, la poesía, el estancarse en una preposición, surge cuando la centella de la duda hace de saltimbanqui por entre las respuestas. Buscando desesperadamente el pie de cenicienta, cuando uno no encuentra un motivo cercano, y se ve con la única opción de bucear en lo viejo y profundo, allá donde hacen negocio los psicoterapeutas y los curas.
Me duró toda la noche ese pasmo de verme en esa evidencia, como si de pronto, unos irlandeses de visita por el desierto, le contaran a un Tuareg en sequía, que en sus islas llueve siempre, que hay colinas de mil verdes, y uno puede comerse el suelo. Los Irlandeses no entienden qué tipo de agua se bebe en los desiertos y el Tuareg ahora desprecia las dunas y los cristales que ayer amaba.
«Imagínate que al llegar a Marte, alguien te pide que le expliques qué es la ceniza».
Ya con tiempo, en casa y aun borracho, escribo esto, que no es más que tirar del hilo de una madeja que ahora tapona ciertas vías de escape y ventilación. He estado meditando acerca de estos años que llevo sin sexo. Quien me conozca sabe no los motivos, sino la evidencia de que es voluntario. Es algo absurdo, como meditar el porqué tengo los ojos avellana o un peso de 85. Resolví que no tengo ningún problema con este asunto, que no me genera ningún complejo ni conflicto. Pero que puede ser una de esas cosas que necesitan ser explicadas para los demás, para los que te quieren. Y qué cojones. Es para callaros la bocaza de listos y orondos, porque me lanzasteis miradas de compasión y palmaditas de misericordia. Irlandeses machos y frondosos, estos son los motivos:
Lo que pasa es que tardaré más tiempo en escribirlos y vosotros en leerlos, que hacer el esfuerzo de salir a un bar y comerle la boca a una mujer cualquiera. La teoría siempre ocupa más espacio que la práctica.
Antes de la elección hubo un festín de sabores y posibilidades. Después de la elección, recaigo siempre en hacer axiomas de existencia. Puedo teñirlo de timidez, de excesivo romanticismo al uso, de miedo y protección ante el daño y demás máscaras. Que la autoestima es una vaga que tarda demasiado en levantarse cuando se cae o la tiran de su trono. Puede ser que no haya superado alguna etapa evolutiva de mi sexualidad, que soy anal, o perverso, o piscis.
Nada me creo. Ninguna de estas causas que me planteo son el origen de esta falta de impulso. El tema es que creo que no es falta de pulsión sexual, sino un impulso del mismo origen, pero de mayor intensidad y destino contrario. Imagino un campo magnético con la fuerza sexual en la misma dirección y sentido opuesto a otra fuerza que no entiendo. Un arranque de aceleración poderosa, que dura lo que duran las miradas, los guiños y los pronombres.
¿Qué coño estoy buscando, a cuento de qué tantas exigencias previas?
«Estas buscando a quien te está buscando».
Entiendo que la pulsión sexual es un instinto filogenético, inferior y reptiliano. El deseo y el celo. Es un aspecto casi del todo inconsciente, límbico, habitante del olfato y demás instintos maravillosos y primarios. No el erotismo, que es algo superior, creador y muy iluminado.
No encuentro cabida en ese plano inconsciente para la otra fuerza que me impide compartir mi cuerpo. El sexo me asalta como a todos, pero es el erotismo el que me agarra fuerte de los cojones. Es un refreno consciente. Apoyado en visiones y supuestos, pero filtrado por la lógica. Es un proceso superior, cortical, frontal, donde figuran la conciencia del yo y el concepto de lo trascendente. Del lóbulo frontal, que es la madre de la filosofía, de las preguntas sin respuesta, de la mística y demás fábricas de mantas.
Rebuscando encuentro que todos mis errores nacieron de querer vestir a ciertas parejas de la seda que sueño. Por ejemplo. Yo solía salir por bares hasta que se cerraba la noche. Incluso bailaba grandes éxitos. Pero un día probé lo mismo con ácido y comprendí que lo anterior era absurdo.
Mi línea de autobús es la número 4. Es la que sale de mi casa y la que me deja justo donde quiero. Y además va por el camino más bonito. Y no la número 7, para la que tuve que andar horas lejos de mí para cogerla, o la 9 que me dejaba siempre a 2 kilómetros de donde quiero llegar. No sé si se entiende el símil. Es una cuestión de fidelidad.
No estoy esperando a ningún ángel caído, ni mucho menos a un ideal. Se que va a venir. Sé que me está buscando, como yo la busco. Y que como todo lo bueno, llegará sin enterarme. Y en el destino dejo el encuentro, porque ya no confío en la buena suerte. Calladamente desprecio dos cosas que nunca he reconocido. La promiscuidad y el eclecticismo. Hay un poema en la primera página del libro más viejo escrito sobre el sexo.
LAS DOS VÍAS
«¿Para qué esta hueca palabrería?
Sólo dos mundos valen la devoción de un hombre:
la juventud de una mujer de pechos generosos,
inflamada por el ardiente vino del deseo
o la selva del anacoreta«.
Bhartrihari
Me quedé parado leyéndolo. Son las dos vías en el amor. La entrega y el sexo, la vía del placer, de las tetas que bailan o la polla que sostiene, frente a, no se puede decirlo de mejor forma, la selva del anacoreta. Esta es la elección que mis circunstancias obligan. Decir selva es pensar en batallas, ruidos de enjambres, tigres que duermen acunados en sus rayas, misterio, y no la imagen del asceta dolorido, melancólico y resignado. Y ni mucho menos, no se hagan los listos, la del seborreico imberbe que sufre porque ninguna le hace carantoñas.
Porque yo sólo he dejado voluntariamente la selva para enamorarme. Sólo me he escapado para entregar y poseer placer. Sólo cambiaría mi vida para ir a una orilla mejor y allí amar y mirarla. Sólo soy un amante de antojos en paro.
Cada vez exijo más, porque las malas elecciones a la larga, me han dejado agotado y sin ganas de volver a meter los dedos en los enchufes. Todas las veces en que he tenido un orgasmo, he dicho o he pensado que la quería. Y todas las veces en que he follado sin sentir, al día siguiente, entraba en un círculo compulsivo de duchas donde me restregaba con rabia, como intentando desde fuera, limpiarlo. No voy a enfrentarme conmigo. Tengo que aceptarme. Me dio asco a la larga entregarme y entregar placer a esas personas del todo respetables y quizá merecedoras de ello. Pero no para mí. No tengo que engañarme. Soy monógamo hasta que me una a alguien. Entonces ya veré. Todo al revés, como de costumbre. Monógamo en la soledad.
Yo solía ser un ligón cualquiera de barras, hasta que un día probé el sexo ácido, el sexo con amor, ya sabeis, aquél que te obliga a pedirle muerte y descabello, y desde entonces, me niego a bailar mala música o a comer berros crudos. Valientes Irlandeses, qué fácil se ven las pesadillas de otro cuando uno se duerme arropado en una novia. Cabrones, envidio vuestras circunstancias.
Vamos, que llevo cuatro páginas sin dejar nada claro. Todo son palabrerías, como dice el poema. Todos somos una variante nada original de cinco o seis personalidades, no más, ya muy bien tipificadas en los libros Psicología.
Mis razones son viejas. Sufro el llamado Síndrome de Pigmalión.
Pigmalión era un rey de Chipre que destacó siempre por su bondad y sabiduría a la hora de reinar. Todo su tiempo libre lo dedicaba a crear esculturas, no mostrándose interesado ni por otro tipo de distracción, ni por el matrimonio, lo que ya inquietaba a sus súbditos, que veían con desagrado la falta de descendientes para la familia real. Pigmalión no gustaba de las mujeres porque consideraba que eran imperfectas. Y tan convencido estaba, que decidió no casarse nunca y pasar el resto de su vida sin compañía femenina. Pigmalión sólo tenía su mente en las obras que creaba con sus propias manos, sin escuchar los consejos de las personas más allegadas a él.
Hubo un tiempo en el que fue visto pocas veces en la corte, pues se pasaba la mayor parte del tiempo en su taller, trabajando en secreto hasta altas horas de la noche. Pero, no soportando la completa soledad, se encaprichó en crear una figura de marfil tan bella y perfecta como ninguna mujer verdadera podía serlo. Trabajó incansablemente hasta lograr su objetivo.
Cuando hubo acabado, vistió la figura -en marfil- con las mejores galas y le puso de nombre Galatea. No contento aún con la excepcional obra, siguió retocándola hasta que fue absolutamente perfecta. Entonces, Pigmalión se dio cuenta de que se había enamorado de la figura. Días más tarde, en unas fiestas celebradas en honor de Afrodita, Pigmalión sorprendió a todos quienes les rodeaban suplicando a la diosa que transformara a Galatea en un ser humano, para que pudiese amarla como se merecía. Nada más realizar su petición, Pigmalión corrió a su taller. Conocía de memoria cada una de sus facciones, y pudo notar que uno de sus dedos se había movido. Se acercó para descubrir qué era lo que había pasado, y ante sus asombrados ojos Galatea iba adquiriendo los primeros rubores en sus mejillas e iniciaba un lento movimiento, bajando del pedestal en el que se encontraba grácilmente y con una hermosa sonrisa dirigida a su creador. Éste le pidió entonces que si quería ser la reina de Chipre, a lo que ella contestó que le bastaba con ser su esposa.
«Reintroducir el amor en el Erotismo, es más, consagrar al erotismo por el amor». (Bretón)
Un beso foro.