Escher y los garbanzos amarillos

(1.660 palabras)
Oviedo, martes 10 de febrero de 2004
Vaya. De nuevo arriba mirando hacia arriba. Ni mi cuerpo ni mi cabeza han notado que ya pasó todo lo que tenía que pasar. Aún persisten en sus ritmos propios, ajenos a la prisa de las ilusiones. Amanezco con la cara de los perros que se pierden en los cruces. Se me olvidó el lenguaje de las señales y los guiños, esa brújula traviesa de los momentos únicos que siempre me indicaba el paseo de los pájaros. Siento, eso si, sigo sintiendo algo así como el vacío de los grilletes o el indiferente ruido del destrozo de los relojes.
Y que alguien va a venir en mi rescate.
Me levanto en una habitación que huele a la falsa paz de la tierra donde cayeron las tormentas y se libraron batallas. Sin entender las horas vacías, la libertad del tiempo libre, crujir de huesos, desayuno de posibilidades, me obligo a creer eso del Homo ludis, el simio vacacional y ocioso que juega y todo lo toca, despreocupado, irresponsable, padre o hijo del sapiens de todos los días. El Homo ludis es el maestro en cómo tocarse los huevos y no «morir» en el intento. El sapiens trabaja, el ludis inventa.


Adelante. Atrás ni para coger impulso. Todos me cuentan la misma «historia de las sillas». Se aprende a andar el día en que comprendes que es fácil si sólo miras adelante. Esa mañana cuando dejas de sorprenderte de la existencia de tus piernas. Llega otro día donde el camino seguro y almidonado se bifurca como un laberinto cretense.
Siento cada vez más que no son opciones sino escaleras. Que la pretensión de adulto es una vocación de alpinista. Muchas veces la vida me parece una de esas escaleras infinitas de Escher.
Adelante, sin tregua. Aprendes entonces a subir peldaños cuando comprendes que es fácil si sólo miras arriba. Si no te recreas en el peso de los esfuerzos, ni en la vista de alrededor. Para eso se supone que ya tuviste tiempo siglos más abajo. Nunca sabes cuándo das el primer paso. Tampoco reconoces los errores antes de hacerlos. Tampoco recuerdas el momento justo antes de dormirte.
Y mientras subes, por esa fidelidad a la elección, por leer el final de un capitulo, sueñas que arriba hay palmeras, soles y peras. Por culpa de ilusiones como las peras limoneras y la nieve dulce, cada día he estado cumpliendo los horarios de ascenso.
«…Y sin embargo hay que imaginarse a Sísifo feliz», dijo un cabrón existencialista.
Siempre me pasa que en la cima, desnudo panza arriba, me crecen escalones malvados por todos los lados, como las hiedras y los miedos. Y respiro un mal aire de presente. Porque pesan las posibilidades. No hay soles ni oasis. Nadie de nuevo que te de la bienvenida;
¿Acaso no será verdad que realmente estoy solo en esta escalera, que nadie me la va a subir por mí, que ningún hombre puede morir por otro hombre? ¿Nadie desde más arriba que me haga señas y enseñe frutales?
¿Por qué se parece tanto este de arriba a aquel de abajo?
No puede ser. Debe de ser el siguiente. Los sueños no se desvanecen. Pasan algunas veces por tu cabeza, zas!, viajeros, pero vuelven a un lugar y a un momento preciso, donde te esperan. Por eso se llaman esperanzas. Y la felicidad plena sólo se consigue cuando coexisten la realidad y los sueños, en la misma tierra y en el mismo instante. Por eso los llaman coincidencias.
Y la putada de la vida, además del pecado original de la elección, es que sólo se disfruta cuando no se persiguen los sueños. Cuando te con-formas en la realidad bella de los segundos, amando lo que ves más que se ama lo que se sueña. Siendo sencillo y virgen cada vez. No es una claudicación. No es dejar de tener imposibles ilusiones. Es observar y aceptar sin reservas tus formas y fondos. Observar y aceptar al hombre y la naturaleza que se te mueven dentro. Experimentar con límites y posibilidades. Con-formarte. «Llegar a ser quien eres» y todas esas pamplinas que lees y callas.
Porque no son coincidencias. Son esperanzas. No son fortunas de las probabilidades, no hay casualidad. El azar es una parte del experimento que se te escapa. No lo llaméis nunca coincidencias. No os sintáis imbéciles por creer en realidades paralelas. Esos momentos dan el sentido a la rutina, son la esencia del tedio de las mismas sábanas.
Y entre que uno encuentra una esperanza o una coexistencia de sopetón, zas!, un martes como cualquier otro, los días restantes, debes ser feliz con lo que tienes. No hay otro remedio. Porque durante el mientras, uno debe ser algo zen y sólo pensar «ahora muevo el brazo, ahora subo la rodilla, ahora tema 13, ahora meto cuarta…»
Y a veces soñar para ir dejando garbancitos amarillos.
La felicidad sabe muy rica, lo sabes de tanto lamer sorbos de felicidad cotidiana y resentida. Y lo sospechas, que es lo que nos tira de los cojones, porque creíste ver, muy fugaz, un instante, una vez, algo como un… no sé… pero tan… quizá dos veces, pero fue la hostia y me cambió la vida, de nuevo, y lo callé, como siempre, por la vergüenza a los desnudos.
Entonces descubres una de las maldiciones de la lucidez. Saber diferenciar una esperanza de una alegría. Te nace un medidor de intensidades. No vuelves a confundirlas. Por eso llegas a llamar felicidad resentida a los gozos semanales. Porque prefieres esperar a las esperanzas y olvidas cómo se usan las alegrías.
¿Y no será que no hay ninguna escalera, que he estado subiendo por unas gradas de un anfiteatro y que solo tengo que darme la vuelta, sentarme y ver el espectáculo?
Yo que se.
«Toda nuestra vida no es otra cosa que usar las posibilidades futuras que nos brinda nuestro pasado». Heidegger, otro cabrón.
Bien. Pues hoy estoy en un pasado recién escalado. Y no miro atrás. Me ha costado un huevo llegar hasta aquí y me da vértigo el barranco. Ya no me sorprende que no haya nada nuevo. Se que los cambios empiezan por donde no los ves y que en mi caso, todos han venido mientras miraba a la nada, siendo un espectador panza arriba durante los entreactos, papando moscas.
Hoy he tenido un largo sueño, de esos que te ocupan toda la noche y que tampoco es una coincidencia. Este es el motivo de tanta bobada. Lo quería contar y me han salido todas las paridas de antes, como para justificarme una excusa a lo evidente.
Si no los escribo nunca sabré interpretarlos.
Martes: Esta noche soñé imprecisamente que…
…una barca pequeña, una cuna. Me miraba las botas, llenas de barro cuando Hekam nos gritó que pronto llegaríamos a la zona mala, que nos agarráramos fuerte a las cuerdas. Levanté la cabeza, y un río granate, un negro en el motor de una zodiac y dos barbudos a mi lado, que me conocían como yo a ellos. Llegamos a tres palos y una plataforma donde nos esperaban monjas, militares y los jefes del pueblo. Una habitación encalada con ventanucos pequeños por donde pasa un sol enrabiado, que juega con las moscas como lo hace el aire con el humo. Me estoy cambiando de ropa. He debido lavarme en una palangana que hay al lado de una cama deshecha. Me pongo las mismas botas, el mismo calzoncillo y una camiseta blanca.
Salgo de la habitación comiendo unos plátanos, saludo a Carmen y a Sofía silbando una copla, buenas amigas que llevan allí tres años, y me dicen que no olvide que a las cinco llega el camión con las cajas que habíamos pedido. «Ánimo, que hoy tienes mala cara, que ya están todos esperando…» Con toda normalidad entro en la consulta. Allí me espera una compañera en guardia de noche y mañana, cerrando una herida en la cara de un niño solo huesos.
Me señala la sala de espera. Familias de ojos ya secos me reciben con la única sonrisa posible. Soy hábil y rápido. Veo por encima a cada uno, y decido el orden de lo que pueden hacer mis manos. Varias horas después, observando el goteo de un suero que posiblemente llega ya tarde, veo el reflejo en el cristal de un hombre maduro, con un tubo negro colgando del cuello y una camiseta blanca, muy lejos de su barrio y del parque donde jugaba ser Van Basten.
Algo dice ese hombre cuando de pronto se refleja en un espejo de un despacho barroco y de cuero. En la mesa del despacho hay una placa dorada, un juego caro de plumas, delante de una estantería y papeles firmados por autoridades competentes. Recibo un e-mail que leo en un sillón que vibra en 2 de 8. En una pantalla que parece un pelo largo amasado, consulto las citas programadas. Me levanto oyendo el fino silbido de un traje Bellitucci al separarse de la piel de toro. En la sala de espera está una mujer vestida de domingo, adicta al tranxilium, yonki que huele a joyas, que me pide su dosis y Pacheco, el guardia jurado depresivo que no se separa de su arma reglamentaria. Observo el goteo de ciudadanas mentes enfermas que llegan ya tarde y sin remedio.
Es demasiado pronto como para estar ya hasta los huevos de esta gente. Miro la hora, y en la esfera del omega veo a un hombre maduro, con placa en la puerta, una corbata de seda colgando del cuello y un traje de digna miseria, muy cerca de su barrio, donde es considerado y conocido por todos aquellos que él no conoce.
Le llaman al teléfono. Algo dice ese hombre… Me despierto. Vaya. De nuevo arriba mirando hacia arriba…
¿Y si no consigo entender el sueño y acabo en la opción tan posible y terrible de no poder dar la vuelta?

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