Historias de la ciudad, #1

    Un señor muy feo y muy tosco se me acercó amenazante hace varias fechas mientras paseaba por la calle con mi pequeño perrito de raza Yorkshire – monísimo -. Yo, que he procurado siempre conducirme con arreglo a los dictados del entendimiento, la compostura y la estricta legalidad, no tengo por así decirlo ningun prejuicio contra los señores, por muy feos y muy toscos que sean éstos. El mencionado ejemplar, a pesar de ser de entre los feos y toscos uno de los más rollizos y malolientes que he tenido la fortuna de examinar en mis múltiples excursiones diurnas por las calles de la ciudad, me reprendió con dureza y severidad por mi actitud poco cívica para con los así llamados conciudadanos, que no tenían, o debían (ya no me acuerdo exactamente de sus palabras) la necesidad de caminar por la urbe esquivando los pequeños excrementos que mi animal depositaba – esparcía – a intervalos de diez metros, con gran riesgo de dislocarse los tobillos, rodillas y otras articulaciones en función de la prisa y otras circunstancias relativas a cada individuo personalizado.
    Dio la casualidad de que un agente motorizado y municipal de la ley y el orden se percató de nuestra discusión, acudiendo raudo y veloz a la ayuda del contribuyente indefenso (es decir, yo). Apenas se hubo personado el simpático bienhechor en el lugar en que estaban teniendo lugar los hechos hasta ahora relatados, el hombre feo y tosco comenzó de nuevo su arenga, esta vez en actitud menos severa pero sin dejar de escupir en ningún momento. Por fortuna para el policía, venía éste equipado con un casco reglamentario a causa de la normativa vigente sobre la conducción de ciclomotores. Después de advertir la gran cantidad de fluídos que salían por los varios y enormes orificios de la cara del hombre muy feo y muy tosco, el simpático agente decidió no retirarse el preciado protector craneal, ya que la visera para-vientos (también reglamentaria) le ahorraría a buen seguro una sesión de limpieza facial a posteriori. ¡Qué actitud más previsora la de los agentes del orden!
    Menos mal que al final la historia acabó bien, al menos para mí y para el agente. Debido a mi amistad con el cuñado del director regional del cuerpo de policía y con José Saramago (aunque este último apenas intervino en el desenlace de los hechos), el hombre gordo acabó con sus huesos en el calabozo por mostrarse tosco y feo en público y por intimidación a un hombre tímido con perro pequeño, y pude saber por la prensa local que falleció a los pocos meses a causa de una insuficiencia cardio-respiratoria con trombo.
    ¿La moraleja? ¡Qué bien que tenemos policías!

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