MOMO

Querida Amada:
Llevaba mucho, demasiado tiempo sin tener un sueño crudo y sudoroso. Uno de esos completos, cerrados, de boca seca y temblores. No es sitio para relatar su contenido. Si ya dan mis textos impresión de esquizofrenia, no quiero imaginar que sería contar un sueño de dormido. Tampoco puedo evitar, mis amigos, contar en esta tertulia del Café Pinano lo qué pasó cuando tuve que levantarme de la cama.
Budhy, el gurú alquímico, dormía acurrucado a mi lado. Desde cachorro, desde el primer día que admiré esa bala peluda de mimos y orejas, adoptamos una costumbre de sábanas imperecedera y seguro nada original. Siempre duermo en posición fetal abrazando una almohada. Desde arriba parezco un número 5. Y en el hueco que dejan mis piernas él hace su ovillo. Es entonces, cuando mejor dormimos, cuando somos un 8 o un 6. Siempre cuando el puzzle Tao se forma.
Cuando lo que nos late son los puntos que dibuja este ideograma sagrado. Yo sueño sus cacerías, y él mis nece-si-dades.
Levantó una ceja al verme ir a la cocina. Un zumo frío y unas galletas compartidas para reposar las imágenes que había sentido en aquel otro mundo.
Tienes que obligarte ha escribir rápido lo que has visto en el entreabrir fugaz de las ventanas del allá. Pues se va rápido, y la razón pronto lo desprecia por absurdo e innecesario.


Y por primera vez, llegué a un momento en que tuve que dibujar algo. Lo más que sé pintar es «con un 6 y un 4 la cara de mi retrato». Pero me salieron unos formas que todo lo liaron. Debí sentir en pequeño la estampida de formas que pasa en la cabeza de uno de esos magos Kovacs de la «esgrima del lienzo blanco».
Apareció una imagen aérea de una especie de vecindario en mala vista de plumas…
….de una barriada. Barriada de casas iguales, colmenas, cúbicas, feas como piezas del Tente. Yo tenía un Tente, construía barcos y catedrales, calles donde los playmobil y las abejas más se han parecido a los ciudadanos. De pequeño, cuando era pequeño…..
Una vez le preguntaron a un niño qué quería se de mayor. El niño dijo «Yo de mayor quiero ser pequeño»….
Estaba ya casi sobado, pensando este tipo de estupideces y garabateando esa ciudad vista desde arriba. No encontraba ningún significado. Lo único que pasaba es que con cada trazo más estaba recordando cosas de pequeño, de mi infancia (la única patria). Que fue perfecta y mágica. Sin mancha ni tachones; por eso puedo volver a ella siempre que quiera no tener frío.
Sabéis muy bien cómo surgen las ideas que hacen palidecer y estremecerse, y de lo imposible de explicar ese mecanismo. Algo me dejó blanco. Al ver de lejos la libreta con ese dibujo terminado salió una idea del tipo «eso ya lo he visto antes».
Ya había encontrado la soga, ahora sólo tenía que trepar por ella y llegar al porqué de la superficie. ¿Dónde, cuándo? Cierras los ojos y vas recogiendo las alubias de pulgarcito, tirando del hilo de Ariadna, entendiendo todo poco a poco.
Soy así de bobo. Lloro cuando encuentro las respuestas, cuando recuerdo los motivos. Allí estaba en una de las estanterías el juguete que más feliz me hizo con diez años. Lo había olvidado como olvidas el día que conociste a tu madre, o a tu brazo izquierdo, de tan dentro que los tienes y son tuyos. La culpa es de MOMO. Fue coger el libro y encoger mientras retrocedía veloz por mi pecho.
«Momo, o la extraña historia de los ladrones del tiempo y de la niña que devolvió el tiempo a los hombres. Una novela cuento de hadas.»
Michael Ende. 1973. Ilustraciones del autor. (Juvenil Alfaguara)
Allí estaba en la página 61 del año 1987. He releído a Momo, y lo he encontrado el mejor libro que he vivido nunca. Lo considero así porque de ahí, de su esencia, ahora lo entiendo, vienen tantos defectos que nom pienso en evitar. Los libros leídos forman la genética de tu intelecto. El primer gen, el primer cambio de bases, con su código y enlaces, es este libro-espejo, esta niña que sabía escuchar, es Beppo Barrendero, Gigi Cicerone y los hombres grises.
Mi amada, ¿Sabes qué?
Las páginas tienen las huellas marcadas de mis dedos. Son manchas de Nocilla, de chorizo, de los bocadillos que merendaba en la piscina, mientras leía a Momo después de bañarme.
Son dedines, como mi meñique, y son míos, mis pulgares que agarraron antes, que durante un instante me han llevado a ser el niño más afortunado de las tres de la madrugada.

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