Mi fin de siglo

Es costumbre en mí desde que tengo uso de razón el preocuparme mucho del tiempo. No de envejecer ni de temer añorar épocas pasadas, ni nada de eso, sino de conseguir ubicar los acontecimientos clave de mi vida en su posición correcta dentro de una línea de tiempo imaginaria. Pienso, por ejemplo, «1996», y me vienen a la cabeza las situaciones propias de aquel año, las estupideces que hice y las que, pudiendo haber hecho, no hice, las personas que frecuentaba por aquel entonces y mi lista priorizada de preocupaciones; tan distinta a la actual, por suerte.
Tomo siempre como referencia en los cálculos cotidianos distancias temporales conocidas. Es decir, que para hacerme una idea de cuánto tiempo me falta para que lleguen las vacaciones, o el día de cobro, o las fechas en que por fin puedo vestir sandalias y camisetas con espíritu tropical, trato de revivir la misma época de años, semanas o meses pasados, con sus acontecimientos, sus altos y sus bajos, y su duración relativa.


Así, seis meses no tienen por qué ser seis meses, y una semana bien puede ser un soplo en el anodino devenir de la cotidianeidad, o un universo maravilloso de duración indefinida perfectamente localizable en el archivo general de las cosas que hacen que no haga falta preguntarse por el sentido de la vida.
Todo esto nos lleva (me lleva) a recordar que, curiosamente, yo no tuve mi fin de siglo. Esto es porque, por más que lo intento, no consigo recordar lo que hice el 31 de diciembre de 2000, ni en las fechas de su entorno. Ni quiero, ya no. No es bueno exprimir el cerebro para hacer aflorar recuerdos que no flotan en la superficie, como los demás. Recuerdo situaciones y actos concretos, pero no sensaciones ni pensamientos. Esto es como decir que no recuerdo nada. Lo cual no es malo en sí. Simplemente, me sorprende tener una laguna en la memoria justo en ese punto.
Ya se sabe, en realidad, solo hemos vivido aquellas cosas de las que nos acordamos. Por eso es bueno tener memoria, para no desperdiciar nuestra existencia sepultando una semana sobre la anterior, y ésta sobre la anterior, y así sucesivamente, cosa bastante sencilla si nos dejamos llevar por la rutina y no ejercitamos nuestra propia percepción del tiempo y del punto en que nos encontramos.
Le pido a la vida otra oportunidad, que me permita tener un fin de siglo como Dios manda. Poder tener marcado en mi línea de tiempo un punto muy gordo que separe este siglo del anterior. Estoy huérfano de fin de siglo, y creo que me lo merezco tanto como el resto de los mortales.
También le pido mucho amor, y mucho sol, y muchos buenos amigos. Ya de paso, aprovecho para redactar mi carta a los reyes magos para pedir que no me falten el resto de cosas buenas que están a mi alcance: café con leche, rebanadas de pan tostado con aceite, programas de radio divertidos, agua, nieve, luz, libros, internet, trenes, fines de semana…
Y, por favor, que vendan en los comercios turrón de Jijona durante todo el año.