Las ratas y los besos

Como cualquier niño de catorce años parecía aún más niño desde lo alto del cielo, parecía aún más mota de polvo desde el último piso, sin ascensor, del rutinario edificio dónde se escondían sus padres de la vida.
Desde tan arriba imposible imaginar el genocidio, imposible que me vean jadeante tras el cuerpo a la deriva, imposible el pecado desde el último piso, sin ascensor, imposible Dios ahora, sólo yo, a salvo.
Ante sus tímidos ojos, el enorme, fugaz y polvoriento parque. La sencilla estructura de hormigón que, imitando al oceano a base de podrida arena canelosa, desquiciantes figuras de madera, herrumbre, vacio entre las porterias de tiza y jersey, del sonido a cloaca narcótica, de gato abandonado o, peor, de pensionistas varados como cachalotes repletos de humedad.


En él, sobrevuelan las palomas y es en él dónde las niñas esperan, rodillas en la arena, que vengamos a matarlas a todas. En él, las madres limpian con sumo esmero las cicatrices a los mocosos, las ancianas purifican de consejos los corazones de las primerizas y los ancianos, los ancianos edifican mentalmente el paraíso pasado con las manos en la frágil memoria mentira.
Ante el niño el árbol y una imprevisible gama de mosquitos enormes, pájaros, a lo sumo, del apocalipsis helado. El maldito y frondoso ghetto para las ratas del cielo, que, sigilosas, esperaban caer a plomo como una hoja otoñal, morir desangradas por el certero hachazo del guijarro, las mareantes y sucias palomas, al fin, apresadas como en bolsas de supermercado por la enternecedora mirada del muchacho.
Como cualquier niño de catorce años, su único objetivo en la vida era matar una paloma.
Corria con fuerza y miedo; A que se viniese abajo el mundo, a que un cometa destrozase cualquiera de los paraisos inventados en la parte de atrás de un desángelado coche, a que un grito de alerta cayera como un rayo del último piso, una llamada a la calma, una cena adelantada por sólo Dios sabe qué diablos de estúpida cuestión, allá, en el último piso.
Corría con las piedras como un apuesto angel salvador, como un cuadro heróico, empapado por su destino, el muchacho, corría sin cesar hacía su especial puerta de Brandemburgo en algún estúpido rincón de alguna estúpida ciudad.
Como cualquier niño de catorce años, se aferró a la esperanza de que un huracán de odio le permitiese apuntar con precisión, pensó en un golpe de suerte y en la paloma azulándose entre el espacio que queda desde dónde uno salta hasta dónde cae, cómo debe suceder en las canciones bonitas, las que miden el vacio doloroso entre una estrella y otra.
Midió con sus ojos (que esperaban despertar miopes una mañana de esas) la caravana de viento y el fuego de la distancia se acortaba, se acortaba, desaparecía…
Frente al árbol su hermano, frente al dichoso y neumático árbolito su espejo. Se miraron con la indiferencia que se les suponía y el niño, de nuevo, dudó. Mentiria, diria que tan sólo fue hasta allí a buscar a alguien, a otro niño, a su amigo, nunca diría «vine a matarlas a todas, a ejecutar mi venganza, a derramar lluvia putrefacta sobre esos escandalosos animales que asustan a los otros pájaros, que violentan cualquier suicidio».
Su hermano, gemelo desde el mismo día en que llovieron a pares los hermanos, hizo un hueco, una hendidura exacta en el banco donde hablaba ella, la muchacha más fea del parque y por ende del Universo.
La muchacha, aniñada y torpe como un garfio por afilar, con un volcán rojizo por boca y una estridente nariz picassiana observó el milagro. El niño olvidó, las palomas, olvidó, los guijarros en el bolsillo, olvidó la maldita cloaca y la ensoñación y aceptó sentarse. Como un palíndromo en el banco, los gemelos a los lados y la fea, la falda horrenda y el crepuscular movimiento torpe de ramita descorazonada, de soltera infinita…
Hablamos de camiones, suelo recordar, de aquel martillo que atravesó la capa de ozono, de algún pecado venial. Así, mi hermano, que era yo y la muchacha fea nos fundimos en un beso, un opulento y mal resuelto lengüetazo, del que nos sobraron los abrazos del final. No era una lolita, más bien una viejecita con rodillas de mentira que no sabía ni hablar. Hablando de camiones, suelo recordar, ningún pájaro sobrevolando mi cabeza, ningún ruido de palomas a las que matar.
Tan sólo ella, la más fea y sus enormes ganas de abrazar.

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