El hombre que nunca estuvo

Si la verdad fuese una carpeta o al menos fuese una ciencia y no una absurdez decimonónica y anticuada (como lo es, entre otras, eso de la dichosa dicha) te lo contaría todo, en serio, más sincero sería que una película antigua, con mejores sentimientos que un supermercado en temporada alta.
Te contaría, con las pupilas lacrimógenas que dan hablar así con el corazón en la saliva, la verdad, que no es otra, que el hombre, mi amor, nunca estuvo.


Hemos hablado de ello, desnudos en el salón y bajo el calor del ventilador y en el foco de los días y también, sí, aquella noche de tormenta y cebada, de trigo, la noche esa, en la que se te bajó el vestido justo en mi habitación.
Hemos hablado de ello y hasta ahora creía que aquel hombre era yo y que sí, había estado bien cerca de tu pecho y de tu cadera derecha y que fui yo el primero que abrió el cajón de los besos, pero no, el hombre nunca estuvo.
Al parecer la histeria surge de hablar contigo, mi inmaculada perfecta, sobre el mundo este que se inventó Dios y mucho tiempo atrás un tal Jorge Luis Borges.
La vida, al menos para este trozo de loco, es una chufla (lo sé, esto ya lo dijo otro hombre, uno que comía y desmentía diccionarios con genial gentileza) y algo muy triste, muy triste, como cuando se mancha un niño los zapatos o a un gatito se le moja los bigotes con la espuma de una cerveza. Para ti, sin embargo, la vida es una canción, mala, para más señas, caribeña, crepuscular y absurda como una cicatriz que no acaba de cerrarse pero hace siglos que dejó de doler.
La cuestión que me trae hasta el pensamiento es que aún falta por encontrar a ese hombre y no a mí, yo ya estoy lejos y viejo como un librito de sombras chinas. El hombre aún tiene que venir y abrazarte de verás, para que dejes de pensar que yo he creado cierta escuela debajo de tu pantalón, el hombre vendrá desde los vientos de los mares y te enseñará a modo de poema su manera firme de amar. Yo no estuve nunca tan profundo, ahora entiendo, tan profundo como lo está, hasta este momento, tu miedo a volar.
Yo no estuve nunca, ahora entiendo, tan cerca como quise de tu paladar.
Duerme lo azulado de este grito en la ardiente cabeza de este dormilón, que sin ser tuyo es un retrato aún por desdibujar.
Que no te auyente mi lamento, farolito rojo de este tiempo que nos toca destrozar.
Que dure poco este desierto, sin manos en las que soñar.